El periodismo ha sido, desde su aparición, visto como un elemento esencial en el tejido de cualquier democracia, ya que su tarea primordial es proporcionar a la población una información precisa y objetiva acerca de lo que sucede en el mundo. En calidad de medio para transmitir esta información, cumple una función vital en el desarrollo de la opinión pública y en la vigilancia del poder.
Estos, por lo tanto, deberían ser, en teoría, un recurso destinado únicamente al beneficio de la sociedad, y los periodistas, en su rol de guardianes de la democracia, tendrían la obligación de reportar sin ningún tipo de presión política, económica o ideológica. No obstante, la situación es considerablemente más intrincada y la intervención de intereses particulares en los medios de comunicación representa una constante que desafía la calidad y la autonomía del pensamiento y el sentido común.
Sin una prensa libre y autónoma, la sociedad se convierte en un blanco fácil para la manipulación y la desinformación. En este contexto, no resulta un hallazgo sorprendente señalar que el periodismo, en términos generales, ha estado inmerso durante un largo período en una alarmante tendencia: la alteración de la información para deslegitimar cualquier posición que desafíe los intereses de los propietarios de los medios o de las conexiones que estos mantienen con los actores en el poder.
En particular, figuras públicas que no coinciden con dichos intereses se ven perseguidos simbólicamente a partir de la generación de información falsa o la repetición constante de un solo hecho, como si las personas pudieran definirse por un solo acto y descontextualizado.
Este fenómeno, lejos de ser un hecho aislado, es una práctica recurrente que socava la confianza en los medios y genera un clima de desconfianza social. A través de técnicas como el sensacionalismo, el cherry picking y la difusión de fake news, ciertos sectores de la prensa buscan erosionar la reputación y alimentan así la polarización y el resentimiento social; un acto teledirigido de destrucción de un otro (cualquiera sea) que no responde a los intereses propios del periodista o el medio.
El periodismo como herramienta de demolición de la reputación
En la era de la información, los medios de comunicación ejercen un poder inmenso sobre la opinión pública y cuando este poder se utiliza con fines espurios, se convierte en un arma capaz de destruir reputaciones y trayectorias profesionales y generar un clima de hostilidad hacia determinadas figuras. Esta práctica se asemeja más a una campaña de difamación diseñada para satisfacer intereses particulares.
Y precisamente la era digital se convierte en el terreno fértil para esta epidemia, ya que si todo se mueve en el ámbito simbólico y discursivo, solo es necesario crear una frase falsa, hostil o difamatoria y repetirla (casi como un mantra) sin cesar en cada uno de los medios y plataformas que poseen, dado que parece que cuanto más se repita y más voces la apoyen, mayor veracidad se le otorga al enunciado; la realidad objetiva queda relegada a un segundo plano, mientras que la construcción discursiva adquiere su carácter de realidad en función de la cantidad de interacciones, «likes» o reproducciones que recibe.
Estas informaciones erróneas, amplificadas en gran medida por las redes sociales, se propagan con rapidez y crean un ambiente de desconfianza generalizada, ya que fabrican narrativas negativas para sembrar incertidumbre sobre la integridad de estas personas, debilitando su credibilidad y socavando su influencia.
En este contexto, las fake news, o noticias falsas, representan una epidemia mundial y, de hecho, una enfermedad terminal para aquellos que quedan en la mira del poder mediático. Después de haber sido objeto de una fake, el individuo sufre una muerte simbólica ante la sociedad que consume ese contenido, y esta muerte simbólica es, en realidad, la más devastadora para las figuras que ostentan ciertos rasgos de liderazgo; un liderazgo que resulta incómodo para algunos intereses, aquellos de quienes intercambian favores con estos medios.
El caso de Odila Castillo Bonilla: un ejemplo entre millones de manipulación en los medios
La abogada panameña Odila Castillo Bonilla representa un caso notable de cómo la manipulación informativa puede impactar la existencia de un individuo. Mediante una campaña de difamación, algunos medios de comunicación han intentado deslegitimar su trayectoria tanto profesional como personal. Al emplear tácticas como el cherry picking y la distorsión de la información, estos medios han forjado una narrativa negativa que tiene como objetivo minar su reputación.
De hecho, la impunidad con la que actúan los medios evidencia su naturaleza manipulativa: en este caso, solo se encuentra disponible información negativa sobre la abogada en la red y no se puede acceder a datos sobre su trayectoria profesional. Es un hecho evidente y notorio, pues es incomprensible cómo una figura, de la que se desconoce su trayectoria, su historia personal, su formación académica, sus opiniones, así como sus trabajos y aportes en el ámbito jurídico, puede ser reducida a un nombre asociado únicamente a una «acusación» desfavorable.
La manipulación mediática representa una grave amenaza para la democracia y la sociedad en su conjunto. Al erosionar la confianza en las instituciones y en los medios de comunicación, esta práctica contribuye a la polarización y al debilitamiento del tejido social. Es fundamental que la sociedad civil, los políticos y los propios periodistas se unan para combatir esta práctica y exigir un periodismo más ético y responsable.